En el Info (de nuevo), un viejo vendedor de periódicos se sienta a mirar las Olimpíadas cubanas. El gerente lo saca. El viejo con sus periódicos doblados se retira. “Esto no es para el pueblo” – dice. El viejo sin casa ni televisor apela a un espacio público, dolarizado. Apela a un antiguo lugar que “ella” le dio (y le quitó). Ella es la maga, la bruja de la costa, la diosa. “Si no tienes dólares no cabes aquí, no existes … no hay sitio para ti”, replican las dependientas que también tienen padres vendedores de algo.
Me parte el pecho ese andar del viejo periodiquero (podría ser también el padre del gerente), un antiguo comerciante de bodega retirado, un velador, un trabajador voluntario. “Eso le pasó por creer, señor” – ha dicho otro hombre de traje al parecer alquilado que está sentado en el mostrador del Info. Esta es la obra donde cabemos todos. Alabanzas. Verdades. Muchos se van quedando afuera. El cristal nos protege, nos separa. Solo los papelitos verdes deciden los lugares. Programada para el pueblo me revuelco en la silla, me traqueteo. ¿A quién me quejo? Él se queja, nosotros nos quejamos o nos hacemos cómplices, callándonos. A la entrada del hotel donde pretendo orinar me detiene el portero:
—¿A qué viene señora?
—¿Por qué tendría que explicarle a qué vengo?
—No puede entrar señora, insiste el joven portero.
—¡Cómo que no puedo entrar! ¿Por qué, por ser cubana? ¡Dígamelo!, quiero oírlo en su voz, ¿es por ser cubana?
El apartheid entre el Info y el Hotel Plaza; entre el parque Fe y el portero de solapa almidonada. Me retuerzo, me duele la quijada, el pecho … la vejiga cargada. El viejo pordiosero y yo salimos juntos por la puerta contraria.