EPITAFIO III
Deja que las moscas entren deja que coman mis demonios deja que las moscas sacudan su polvo infecto deja que las moscas naveguen y se derritan en un esplendor de espíritus que esta pieza ya está llena de espíritus deja que las moscas entren el desafío es posarse en mi mierda y salir mariposas azules brillantes eternas como todo lo que tengo en esta cosa lo llaman corazón yo lo llamo cosa no importa sigue siendo el mismo vacío perpetuo deja que las moscas bailen con mi sombría y se apesten de la peste de mi sombría deja hombre que las moscas mueran antes que yo yo quiero velarlas y tú me traes flores después. Blancas.
EPITAFIO XIV
Escapemos juntos, en un eclipse instantáneo, palpando lo mortecino del músculo, hacia la fantasía del ático, para beber sangre de arañas verdes, para llorar eso que nos enfría el cráneo. El infierno de Dios es un espectáculo simple y burdo. Este ático fascina en el vaivén del hongo y la ropa vieja, aquí podemos seducir a las polillas, invitarlas a nuestra cacería sexual, probar conceptos errados del lenguaje, hacer el amor inconcluso sobre el baúl de la tía loca, eyaculando la substancia poética y silvestre entre los calzones de encaje y las pieles de zorro. Sube baja a mi ático, el pequeño espacio donde conservo la aberración intacta para ti, para que la toques y hagas palpitar su médula, donde quiero, donde quieres, donde más duele, porque nos convierte en deshechos víboros de nosotros mismos. Nunca habías escuchado los estertores melódicos de mi religión. Nunca habías regurgitado la amarga esencia de un órgano cristiano. Es ahora cuando puedes hacerte cristal y crucificar tus versos, verles la llaga insondable de su necesaria estrategia de muerte, clavarles su elocuente calamidad traicionada. Es ahora cuando debes entrar en el ático, mi placer extremo de la locura, la insana presencia de esas arañas que temes con ternura dionisíaca. No me digas que no quieres, que no conoces la macabra circunvalación del cerebro, su tifón farmacológico, la foto desgajada de mi falsa niñez, porque tú has visto la sangre negra que botan mis ojos cuando repto por el ático llamando a Jesús, llamando a la madre, llamando al padre que inventó mi sacrificio mental y golpeó la dureza superflua de la pequeña flaca que no sabía nada de la vida. Tú has visto esta hemorragia de llantos y no has dicho nada, nada consolable. Ven, entonces, a este ático, es una petición vulgar pero bella, como te gustan las peticiones, vulgares y bellas. Ven y encarámate hasta la carencia de mi penuria, aquí verás el martirio cíclico de mis sonrisas. Busca entre los accesorios herrumbrosos aquel abrecartas del que te hablé cierto día y corta mis párpados para que veas como chorreo alelíes, como me extingo entre los escarabajos y la lluvia eclesiástica. No te arrepientas de morirme, porque yo quiero culparte de mis tristezas eternales. Amor, déjame fallecer tranquila, que mañana vuelves y yo estaré esperándote virgen entre sedas y algodón, para que veas lo bien que luce en mis facciones la muerte.