Algo distinto de la vida pasa dentro de mí cuando el sonido del camión que fumiga adelanta la entrada del humo con una sirena que penetra por los recovecos antes de que amanezca. Los gorriones sospechan y se esconden en los huecos que han quedado después de la caída de paredes y balcones. Y sube el humo y con él, el sonido avanza recordando una guerra que no ha sucedido o tal vez sí. Ella mira por la hendija de una contraventana y se horroriza: el humo inunda la privacidad, el sueño. Ve cómo el humo envuelve las edificaciones antiguas, los tejados, las casas, los tanques y respiraderos asfixiándolo todo y el contorno se vuelve silueta de humo y complicidad (porque aquí todo es humo) y ella quiere saltar y huir de ese miedo a la asfixia, de ese dolor: el miedo es circular y la envuelve desde la niñez. Sabe que todo puede volverse más inanimado aún ¡y tiembla! Perder la perspectiva de una existencia real, de un pasado. Es un ataque. Primero la sirena que avisa; segundos después, el deslizarse del camión-cisterna (que no ha visto, ella solo lo siente desde lo alto, en la sangre, en los huesos). El asfalto cruje bajo la goma caliente, se hincha y revienta. Un día podrían echar un gas equivocado (los gorriones lo saben y ella también lo sospecha) y terminar envenenados por un “gas enemigo”. Porque el enemigo “nunca se sabe dónde está”, pero a veces ella tiene la sensación de que, más que una protección o una defensa contra la epidemia, le están avisando de algo tenebroso que podría suceder si sale del límite del balcón, si se sobrepasa y abre las puertas.